6 de enero de 2024

Murmullo I

 


Sucede al abrir las puertas. Siempre. Suenan como si fueran chorros de una fuente o el curso de un arroyo. Pareciera relajante, pero es perturbador. Impiden la concentración, exigen atención constante.

No me entendáis mal. No dicen palabras, amenazas o instrucciones. Murmuran. Todo el rato. Hasta que las puertas se cierran, entonces callan.

He instalado gateras en todas las de casa. Chispa se pone nerviosa cuando están cerradas y empieza a maullar, y si las abro murmuran y soy yo la que se pone nerviosa y casi maúlla. Ahora ella puede ir de habitación en habitación como le place. A mí me cuesta más. Tengo que hacerlo rápido. Supongo que al haber estado expuesta tanto tiempo mi tolerancia ha disminuido y me he vuelto hipersensible al "murmullo". He probado de todo: tapones para los oídos, curanderos, brujas, psicólogas, psiquiatras, drogas, remedios caseros y milenarios, de todo. Y las voces siguen con su runrún de motor perpetuo. Me hacen mal, me sientan mal, me desvanecen, me quitan el ánimo, me vacían. No puedo soportarlas. Y me hacen temer a las puertas abiertas. Sí, me he vuelto obsesiva con las puertas. Necesito que estén cerradas y abrirlas cuanto menos mejor. Y si no hay más remedio, hacerlo rápido. Abrir, pasar, cerrar. Esa secuencia de 3 pasos tan sencilla es una condena. Si solo tuviera que hacerla yo todo sería fácil, pero la gente no se da cuenta. Y, sí, me pongo hecha un obelisco, soy una puta desquiciada, lo sé, pero es que han de entenderlo. Han de entender que tras cruzar una puerta esta tiene que cerrarse. Siempre. Siempre. Que no se puede dejar entreabierta o siquiera entornada. Cerrada, como un cero, o una o si eres de letras. 

Creo recordar que empezaron al chocar con un hombre por la calle. Íbamos en sentido contrario, no nos vimos y nuestros hombros se golpearon. A él se le cayó una bolsa en la acera y se le rompió. Unas cuantas naranjas rodaron, un paquete de velas de té se dejó ver y una botellita con un líquido apacharanado se rompió y se derramó. Él se puso muy nervioso, se echó las manos a la cara, recuerdo que pensé que se iba a poner a llorar. Yo solícita recogí las naranjas y cuando me dispuse a recoger los cascotes de vidrio de la botella rota él se volvió loco diciéndome que no los tocara. Pero tarde. Me asustó con aquel pronto y me corté con uno de los trozos. Él se puso verde o no sé de qué color, como si yo hubiera cometido un sacrilegio. Aseguraría que a aquel tipo le había sobrevenido el peor susto de su vida. Y luego sí, se puso a llorar. Yo intenté calmarlo, no me parecieron cosas importantes, así que también le ofrecí dinero por si podía reponerlas, le pedí disculpas repetidas veces, me sentí culpable y torpe, desubicada y contrariada. Aquel tipo, más corpulento de lo que parecía, hizo un gesto inequívoco de buscarme para un abrazo, así lo entendí yo, así lo hice. Aquel tipo me apretó, puso su boca cerca de mi oído y un aliento de funerales me atravesó por el sentido del tacto, mis ojos veían lo que decía, en mis oídos brotó un barotrauma y quedó un gusto rancio a harina quemada en mi boca. Sentí tanta angustia, tantísima tristeza. Sentí el dolor de la inmortalidad, la losa de permanecer para siempre donde sentir el abandono. Y durante al menos un minuto fui incapaz de respirar. A pesar de todo no quería soltarme ni que me soltara, había en su abrazo algo atractivo, algo de hogar primigenio. Y me colgué de él mientras que me quiso abrazar. Poco a poco fue aflojando hasta separarse, me miró y en sus ojos encontré compasión. Lo siento, me dijo. Sacó del bolsillo de su chaqueta una bolsa de tela plegada, recogió todo como pudo, incluso los cristales más pequeños, luego empapó en pañuelos de papel el líquido de color ciruela y se fue.


Allí me quedé yo, como un koala en la catedral de Burgos. Observé cómo se marchaba y cómo desaparecía su cuerpo al doblar la esquina. Me fijé en su chaqueta, en sus pantalones, en sus zapatos y en su forma de caminar. Un tipo normal tirando a invisible.




Murmullo II


14 de noviembre de 2020

Mis canciones

 

Photo by Jimmy Chang on Unsplash

Mis canciones presumen de estar un tanto sordas; de ir canturreando como despistadas por mis adentros, ajenas al fuera, una melodía siniestra que me hace sonreír mientras me hospedo en la inopia.

Hablo de mis canciones como el poeta que nace en Idaho para morir en Venecia: pasando por chaira el grafito, inyectando savia a la madera del lápiz, meando en los tobillos de quien escucha con atención. Hablo de mis canciones como quien musica haikus para un trap o se deleita, cerrando los ojos, al derramarse el licor que esconden ciertos bombones.

Yo no sé mis canciones qué saben del milagro de nacer para ir con ese porte: tan orgullosas y cantarinas, con ese tono tan subido de tono y esa métrica tan desmedida. No sé qué sabrán de la vida para ir abanderado himnos tan ostentosos en sus pretensiones. Nacisteis ayer, queridas mías, aunque vuestro poso sea viejo como el magma. Nacisteis ayer, no vayáis diciéndole a la gente que vuestra raíz es cuneiforme ni que recién habéis hallado a vuestro crush, porque no os tendrán por reales. Pensarán como mucho que sois un intento de neopoema urbano, un dron con ínfulas de pájaro o, peor aún: un ente aleatorio y amorfo.

Pero, ¿quiénes son la gente para hacerse pasar por un colectivo en singular, queridas mías?¿quién es la gente entonces, esa que quiere juzgaros? La gente es la gente, diría aquel escritor de Illinois en el Café Iruña, poco antes de hacer un ruido de hipopótamo al sonarse para dentro los mocos. La gente es la gente. Quedaos con eso.

Y recordad que hubo un tiempo en que solía hablar de vosotras con timidez, os tarareaba entre dientes y os maltrataba con la orto y la caligrafía: no entendía que quisierais permanecer adentro con toda aquella oscuridad, ni que me acompañarais en mi delirio. Insistía en expulsaros, como si la culpa fuera vuestra: plomo, os pensaba plomo y os arrojé al vacío de seis mil cuadernos. 

Ahora suelo festejar vuestra inclemencia y me dejo empapar sabiendo que soy la parte inerte de la tierra, cuna. Y que los gusanos nacidos de mis continuos cadáveres son humus. Y que vosotras, mis canciones, sois lo que se imagina quien os lee. O insultantes clavellinas entre olivos.

4 de noviembre de 2020

Hecho del verbo echar

 

 


Estoy hecho con los versos de una poeta desconocida que escribe mejor que diez mil hombres poetas y ochocientos dramaturgos que hablan de la vida como si fuera un teatro y así la viven: fingiendo.

Estoy hecho con la caricia de unas manos cuarteadas por el frío y el aire seco, que mesan mi pelo y apoyan mi mejilla en un tejido impregnado de matanza y prisa. Recuerdo burbujas de sangre en un cubo de metal.

Estoy hecho con la risotada que sierra la fresca mañana, mientras las labores se vuelven duras por falta de descanso y el vino afloja las piernas y distorsiona los dientes de las yeguas, que se los prestan a los mirlos, que los dejan caer en el arroyo hasta que un murmullo de lenguas torpes dicen mares y a nadie le importa, y todos se ríen. Y he dicho río.

Estoy hecho con la insignificante muerte por soledad de las arañas en aquella misma esquina del techo de la bodega: humedad, penumbra, frutos de cáscara y orzas con aroma de aceite viejo, guitas, madera. Pestillo echado en la puerta, por fuera.

Estoy hecho con el estiércol que se confunde con barro y las niñas pisan sin remilgos y las vacas siembran bajo los chaparros y las nogueras, a paso de vaca. Estoy hecho de amargas bellotas y esparragos trigueros. Y collejas. Y espantapájaros. Y cuevas.

Estoy hecho con la herrumbre de las cadenas de las bicicletas sin cambios y la luz inquieta de los candiles y las dinamos. Los botijos y los ladrillos por doquier y por cualquiera. Los perros atados, los ladridos: desatados; la loza. Los quintos de cerveza, el queso viejo y el tomate con sal gruesa.

Estoy hecho de lo que está hecha la carne del cerdo y el conejo que corre sin piel, de grandes espacios y tareas inacabables y nácar de navajas. De llorar tras la puerta, de juegos, leyendas. 

Estoy hecho de anhelos por las acequias abandonadas bajo la maleza, que atraviesan caminos por los que no corren ya niños ni labran brazos o animales. Estoy hecho con algo viejo que aún recuerda el olor del alcanfor en los armarios y la manzanilla recién cortada, o los higos sobre papel deshidratándose lentos como largos veranos con sol en la sonrisa.

Estoy hecho del recuerdo deforme de un dios que invento que me inventó, y de la porcelana que queda donde nadie puede limpiarla y pasan los años. Y un día, como hoy, aparto los muebles y no sé si hacer reforma o echar un buen rato limpiando. Voy hacia la cama y me echo a mí mismo, porque hace mucho tiempo que en vez de vivir, me pienso.

Estoy hecho de echarme de menos en todo tiempo futuro.

 

11 de octubre de 2015

Café sin azúcar I




Photo credit: minato / Foter / CC BY-NC-ND



Desde dentro de Juan

Hace un par de meses que Natalia cumplió los 17, le pusimos ese nombre porque así se llamaba la tía preferida de Marga, y le regalamos una promesa escrita en un papel, una promesa que cumpliríamos si ella aprobaba todo. Solo Marga y yo sabemos qué hay escrito en ese papel, le hicimos prometer que lo abriría en junio y aún quedan casi cuatro meses para entonces. La condición que le pusimos era un mero trámite, sabemos con certeza que aprobará todo.

Desapareció ayer, a la mañana. Y temo, temo a las mafias. A esas que nadie ve, que parece que no pertenecieran a la realidad que compartimos pero que existen, esas que se llevan a las mujeres, principalmente, y las convierten en esclavas o las usan para traficar con sus órganos o vaya usted a saber qué. Y ese “qué” no quiero ni saberlo. En las construcciones mentales del imaginario común esas mafias son estructuras jerárquicas con un malo muy malo y todas esas mierdas de las películas, pero yo intuyo que no funcionan así. Sé que no funcionan así. Y temo, temo que una de esas mafias, que no son otra cosa que una panda de personas desalmadas, hayan secuestrado a mi niña. Tiene 17 años, es morena y de piel clara, y sonríe como un verano de los grandiosos. Desapareció ayer. No regresó del colegio. La policía dice que tengo que esperar 24 horas para denunciar su desaparición. Faltan 7 horas para que se cumpla ese tiempo y la angustia que siento es lo más parecido a un dolor de muelas, pero que lo abarca todo y me hace ser consciente de mi limitación mortal, de los muros de piel en los que estoy encerrado y que me comprimen hasta hacerme doler partes que no sé definir, no sin una religión hecha ya o que me invente ahora mismo. Camino por la ciudad moviendo los ojos como un psicótico, intentando no perder detalle, con la atención tan a flor de piel que podría tocar a alguien e impregnarlo con ella, y que se alejara de mí con la sensación de una sobredosis de cafeína. Esta angustia es llevar el motor de un avión dentro de un utilitario, no puedo parar, no quiero parar, quiero encontrar a mi niña, es lo único que quiero. Sé que la voy a encontrar, no me puedo permitir otro pensamiento.


Desde dentro de Marga

(Silencio de cosmos infinito y angustia de peces sobre tierra. Como si se tratase de un satélite artificial se traslada recibiendo y proyectando todas las ondas que detecta su radar en una especie de ruido sordo. Todo en ella, sus gestos, sus ojos e incluso el vacío de su voz son un alfabeto comprensible para cualquier persona, sea cual sea su idioma).


Desde dentro de Natalia

...





Café sin azúcar II

20 de diciembre de 2014

El festín del perro II






Photo credit: Carlos Adampol / iW / CC BY-SA


El ruido no provenía de la puerta en sí, sino de la luz que se coló cuando ésta se abrió. Un ruido de luz que tras mi deshilachado antifaz iluminaba en rojo el horizonte limitado que podía ver. Luego unas voces: ¡Toma, córtale con estas tijeras la ropa y déjalo en calzoncillos! De haberme podido resistir lo hubiera hecho, pero para qué. Pensé en las tijeras y me dejé hacer, no fuera a ser que por un movimiento desafortunado las puntas de acero... Cuando terminó de hacer su trabajo con algún que otro tirón molesto al quitarme las mangas y las perneras del vaquero lo anunció al otro tipo, que supongo que sería el que daba las órdenes. -Muy bien- dijo-, ahora sécalo bien y luego frota por su pellejo este saco de comida para perros hasta que su olor corporal desaparezca, hazlo con ahínco, y hazlo bien, ¿me oyes? No sé si lo hizo bien pero sí que lo hizo con ahínco. Secó mi piel con una especie de toalla que me pareció hecha de lija. Y luego ese olor y esa textura gelatinosa: Comida para perros. Olía igual que la que suelo comprar para Ruso. ¿Qué pretendían, soltar una jauría para que me devorase? No quería pensar en ello. Repetí mi mantra: Toni, Toni, Toni, mi nombre es... Me estoy poniendo realmente nervioso, me estoy asustando, haciéndome caquitas, quisiera llorar y mínimo entender porqué estoy en esta situación... Toni Álvarez Aguado. Toni, Toni... 

-Ya está bien, déjalo- dijo el que parecía llevar el mando-. ¡Entrad! El arrastrar de pasos y risas que me parecieron divertidas comenzaron a pervertir el ambiente del lugar donde me encontraba. ¿Quiénes eran estas personas? ¿Habían pagado acaso dinero por ver como algún animal devoraba en directo a un hombre? ¿Habrá gente que esté tan pa’llá? ¿Hasta dónde llega la perversión de los humanos? ¿En qué clases de seres infernales podemos devenir? ¿Por qué yo? -¡Traed a la bestia!- Ordenó una voz que hasta ahora no había escuchado. Y entonces escuché un jadeo familiar, cómo no iba a conocer la respiración de Ruso. Aunque puedan parecer todas iguales Ruso suele entrecortar su jadeo cada cuatro o cinco respiraciones con un autolametón muy sonoro. Ni que decir tiene la emoción y la alegría que me causó reconocerlo hasta que fríamente pensé en la posibilidad de que mi mejor amigo fuera quien me diera muerte a base de mordiscos. Ni en mis pensamientos más retorcidos había imaginado nunca esta posibilidad. ¡Pero qué horror, dios mío! Me puse a llorar mientras a mi alrededor una voz comenzó a abrir apuestas variadas: Dónde sería el primer mordisco, cuánto tiempo tardaría en matarme, cuánto de mí se comería antes de quedar saciado. Y otras cosas por el estilo. Los humanos deberíamos tener un sistema mental de autodestrucción para estos casos. De haberlo tenido, lo hubiera usado sin dudar. ¡Hale, borrando memoria, descomposición de mitocóndrias y desaceleración del pulso; el individuo Toni Álvarez Aguado está listo para su desconexión total! Pero no, no existe ese maná y tengo que seguir escuchando todas las opciones de apuestas: En cuánto tiempo le morderá los huevos, estará vivo cuando lo haga, se frenará el perro y no lo atacará... 

 -¡Se cierran apuestas!- Gritó el que parecía llevar el tema-, ¡Quitadle la venda de los ojos! 

Escuché cómo se acercaban y no pude contenerme, me cagué literalmente del pavor que sentía. Noté cómo me deshacían el nudo y cómo al caer la venda todo seguía a oscuras... Podría decir que en ese momento se me pasó mi vida por delante pero qué va, lo único que pensé fue en que Ruso me reconocería a pesar de este tufo a su comida preferida y decidí mantener los ojos abiertos para mirarlo por si acaso nos encontrábamos en ellos. Se encendieron unas luces, vi un montón de siluetas borrosas que poco a poco se fueron haciendo más nítidas al tiempo que reconocía la canción que entre todos cantaban. Sí, era mi cumpleaños. ¡Qué cabrones mis colegas! ¡Qué cabrones!

6 de octubre de 2014

El festín del perro I



Photo credit: ~Oryctes~ / Foter / CC BY-NC-SA


Todo se derrumbó el día del secuestro. La realidad se anudó a mis muñecas cual serpiente que dibuja el símbolo del infinito. Con su cabeza y su cola en la intersección de ese ocho tumbado, tragándose a sí misma y apretando con más fuerza cada vez la equis que mis manos y antebrazos formaban tras la espalda. Por desgracia no era el momento para entretenerme con esa imagen ni con el dolor que aquella brida me causaba, así que ya podía ser una equis o una paloma para sombras chinescas que a mí lo único que me apetecía era fumarme un cigarro y crear nubes para llorar bajo ellas, como si esa fuera a ser la única manera y la excusa perfecta para mantener intacta mi dignidad ante la impotencia que me inundaba. Nadie me hablaba, todo era acción a mi alrededor, ajetreo. Me habían vendado los ojos con un trapo deshilachado que me hacia cosquillas en los pómulos y a los lados de la nariz. Unas cosquillas insufribles, como arácnidos paseando por mi cara y así, sin ver nada, sin poder rascarme, ni sabía dónde sembrar mi esperanza ni dónde mis angustias. Solo era capaz de notar cómo me iban amarrando ora las muñecas, ora los tobillos, ora la puta que los parió... Por si acaso grité, grité a quienes quiera que fueran: ¿Pero por qué coño arraumbaurrummmm...

Toda mi pregunta finalizó al estilo polvorón navideño cuando me metieron un bolo de papeles en la boca. Sé por el sabor que eran periódicos de fechas pasadas repletos de crímenes y loterías, de resultados deportivos y esquelas carísimas y efímeras, de sodokus y autodefinidos a medio hacer, de políticas erróneas y, acaso, de ningún verso ni frase o razonamiento digno de ser soluble en el alma. Noté deshacerse la tinta de todas esas páginas en mi lengua y juro por lo que más quiero en el mundo que no hubiera hecho falta que me pegaran aquel trozo de cinta americana gris: Se me quitaron todas las ganas de preguntar cualquier cosa, se me quitaron las ganas de hablar, quizá para todo el tiempo que durara mi secuestro. Y sé que el trozo de cinta era gris no porque así lo imaginara sino porque a uno de mis secuestradores se le escapó un suspiro y olía a ciudad en hora punta, sonaba a cláxones y al estrés contenido en un “¡no voy a llegar a tiempo por culpa de este puto tráfico y no puedo hacer nada, joder!”. Me dio pena, tristeza y rabia, y le deseé la muerte. Privado de visión, amordazado y atado pasaron las horas, quizás meses en el sentido absurdo del tiempo que aburre, y comencé a sentirme arbusto cuando las extremidades se me durmieron y solo se quedó el silencio a mi lado.

Toni, Toni, Toni, mi nombre es Toni Álvarez Aguado. Toni, Toni, Toni, mi nombre es Toni Álvarez Aguado. Toni, Toni, Toni, mi nombre es Toni Álvarez Aguado. Me lo repito como un mantra para asentar tierra, aunque sea con mi propio centro; para no perderme en pensamientos que viajen al miedo o a la desesperación, para no pensar en nada, para no olvidar quien soy, para no perder contacto con mi base, el único lugar con el que puedo mantener una comunicación en estos momentos. Toni, Toni, mi nombre es Toni Álvarez Aguado. Toni, Toni, Toni, mi nombre es Toni Álvarez... ¿Qué mierdas digo, joder! ¡Ya basta! ¿Qué puta mierda de intermediación entre mí y yo mismo es esta? ¡Cómo si pudiera hacerme compañía a mí mismo! Las veces que me he sentido solo conmigo y ahora mil pensamientos me inundan sin cordura ni sentido. Lo que daría por comerme un pintxo de tortilla en el Tamarán acompañado con un verdejo fresco, ¿se acordará alguien de Ruso y lo sacará a mear y cagar por la zona de esparcimiento que hay al lado de casa o se estará muriendo de desesperación en el salón y ya habrá mordido el sofá en un ataque de angustia perruna? No, no, no, aparta ese pensamiento de tu cabeza, Toni. Ruso está bien, con seguridad Elena, ella tiene llaves, ya te ha echado de menos, ha llamado al móvil, a casa, al trabajo, y viendo que no había respuesta se ha llegado al piso y preocupada se ha hecho cargo de él. ¡Cuánto amo en este momento a Elena! ¡Ojalá lo nuestro hubiera funcionado! ¡Joder, cuánto la quiero! Seguro que Elena y Ruso están juntos, sí, ha de ser así, no puede ser de otra manera. ¡Tengo las manos y las piernas dormidas! ¡Qué mierda más gorda, copón! Y además no veo un pijo y estos putos periódicos de mierda que me han metido en la boca se están deshaciendo con la puta saliva y su puto sabor es repugnante. ¿A quién cojones le habré hecho yo algo? ¿Qué es lo que querrán de mí? Pero si no tengo un puto duro, ni tierras; ni siquiera tengo una tele de plasma, joder.

(Se oye un ruido, mis pensamientos cesan. Mi atención vuelve al exterior)







1 de marzo de 2014

Un cayado para bailar III




Photo credit: bisbiglio [in arte "sbibbì"] via photopin cc


Movimiento


Me salgo de lo que creo que veían los demás para centrarme en mi espectáculo, en mi mundo, en mis sensaciones, en mi más íntima locura. Mis movimientos son redondeados y cortantes al compás de una música esquizoide que roza una agresividad cínica y soñadora, una especie de drama onírico entre cuento de hadas y película de terror. Solo danzo con mi tronco y mis brazos tan largos como siete inviernos seguidos, representando aquello que soy: un ser de viento bien arraigado en la tierra. Por eso mis piernas se mantienen firmes. Yo sé volar sin irme. Yo sé del céfiro iracundo en la nocturna soledad. Yo sé de su suave correr entre las cosas para impregnarse de todo disimulando ser invisible. Yo soy hijo de Tíndaro y de Zeus; un hijo del viento, y jamás renunciaré a él, porque es mi base, mi esencia, mi alma pura, como un vaso que se derrama a otro vaso del que después beberán los que me aman y se despeinan a mi paso. Y por ello mi baile es ágil y el público aplaude no sabe bien por qué. Y mi dolor se derrama en sus ojos y lloro con cada gesto medido de mi expresión corporal. ¿Dónde estás?¿Bajo qué tela desapareciste o te volviste fantasma?¿Por qué te pusiste roja como una tarta de fresas?
Despego los pies del escenario y mi baile se vuelve un huracán, los roces de mi piel, el arrastrar de mis pies, mis jadeos e inhalaciones son la onomatopeya perfecta de este desastre natural. El público se pone en pie, aplaude. Aplaude como un mediodía de chicharras. Yo no dejo de sangrar por las clavículas y hasta el albero del escenario se motea carmesí mezclado con mi sudor. Te busqué bajo la funda de aquel edredón tres malditos años. ¿Dónde estás? Desfallezco, caigo en el suelo y comienzo a llorar rendido. El público sigue aplaudiendo desaforado y yo solo puedo llorar, casi ni respirar puedo. Mi quietud y estas lágrimas te arrastran, te llevan lejos, lejos.

Alguien me entrega un ramo de rosas, alguien me abraza, oigo que dicen que lo he hecho genial, que cuándo será la próxima actuación, bla bla bla bla bla... Todas las palabras se acolchan en un rumor amorfo y elástico que se vuelve indescifrable. Y en timelapse todo mi alrededor desaparece.

Hoy, en este baile, puedo decirme que te he olvidado como se olvida la infancia y que jamás volveré a bailar otra vez con este cayado de olmo. Jamás, jamás volveré a repetir esta danza. Me cubro con aquel edredón bien enfundado y me dejo dormir, callado, sin ruido en la cabeza, sin ti, con tu silencio, acompañado.






23 de febrero de 2014

Un cayado para bailar II



photo credit: Manuel Delgado Tenorio via photopin cc

Antes de comenzar


Entré en su vida tan despacio que pese a los años que llevamos juntos aún no se ha acostumbrado, y ya nos empezó a nevar el pelo hace un par de inviernos. A veces mientras colaboramos en silencio en alguna tarea veo en sus ojos que soy un extraño, un invasor que conoce sus flaquezas y que le permite ser. “Yo no quiero ser lo que soy” me reprochan esos ojos en la extraña furia de su dulzura. Ella coloca los platos en su lugar mientras yo barro el suelo de la cocina, elegimos no poner lavavajillas para compartir tareas y vencer a la pereza. A veces reñimos porque a uno de los dos le toca fregar y no le apetece, en ocasiones intentamos sobornarnos con sexo o con un día futuro de plena dedicación a la voluntad del otro, a ser posible un domingo. Me encanta ganar y pedirle que me acaricie el pelo o que se agarre a mí mientras le leo un cuento en voz alta o mientras escuchamos sin hablar música tranquila al temblor de una vela en la oscuridad de la habitación. Es su cumpleaños, su cuarenta y siete aniversario, dice que se ve unas chichas que no le gustan sobre la cadera y se queja de culo y de celulitis ¿Quién coño nos enseña a odiarnos? pregunta en alto, y se pone a doblar ropa de cama. Me pide que le ayude con la funda nórdica y me mira seria desde las costuras contrarias en una especie de duelo telar. Sé cuando debo no entrar en el tema y guardo un silencio premeditado. Nos acercamos el uno al otro para la entrega de las esquinas de tela y nos separamos a una distancia menor, parece que bailáramos de incógnito. Nos volvemos a acercar y le suelto un beso breve en los labios, feliz cumpleaños le digo. Sus ojos se encienden como un pastel de fresas y me da un bofetón. Pensé que eras la piñata de la fiesta, con la edad se me va la cabeza me dice y luego se ríe a carcajadas. Vamos a tener que empezar de nuevo con la funda, manos largas, le increpo teatralmente y ella me dice que los besos aquí los da ella. Coge la funda del edredón y se lo echa por encima. Pienso que es un juego y me meto dentro con intención de jugar y buscarla.

Tres años después logré salir de debajo de aquella tela, vencido y sin hallarla, y esta es la razón por la que necesito bailar.

La oscuridad se precipita sobre la sala como un leopardo hambriento sobre una gacela quieta. Todo el teatro parece un espacio vacío entre galaxias mientras floto hasta el centro del escenario guiándome por unas pequeñas marcas adheridas al suelo que mantienen una tenue luminiscencia. Me coloco erguido como un poste separando el cayado de mi cuerpo en un ángulo de unos 45 grados. Y allí me quedo quieto hasta que una luz blanca niebla cenital me ilumina. El público aplaude mi puesta en escena con entusiasmo, no es para menos. Si yo hubiese estado entre los espectadores hubiera gritado de horror pero la individualidad entre masas está mal vista, así que supongo que la mayoría de los presentes son personas con un gran sentido de la ficción, cosa por cierto de la que pese a ser actor carezco. Sé que sin más detalles no podéis imaginar cómo me muestro ante ellos. No soy muy bueno describiendo, sobre todo por falta de léxico, pero me intentaré acercar a la sensación que por empatía y distancia creo proyectar:

Mi cuerpo es delgado y largo como el de un lagarto, estoy completamente depilado y desnudo excepto por un bóxer de color carne que cubre mi sexo. Aproveché la oscuridad para, entre bastidores, deslizar una cuchilla por cada una de mis clavículas. Y había orden de dejar caer desde arriba nieve de poliexpan. Así que imaginad mi imagen mientras detrás de mí gira lentamente un gran ventilador al tiempo que suena Insides de Jon Hopkins y el movimiento da comienzo.




<< Primer episodio
Presentación

16 de febrero de 2014

Un cayado para bailar I



photo credit: cuellar via photopin cc


Presentación


Tras buscar en la wikipedia y en algún que otro portal especializado en el tema opté por la madera de olmo, según las fuentes consultadas es muy resistente a la putrefacción en ambientes húmedos, dura, hermosa y difícil de hender. Es el material perfecto para lo que quería fabricarme: Un cayado.

Un cayado para bailar.

Sí, habéis oído bien, querido o estimado, o fantástico público. Un cayado para bailar sin miedo, una tercera pierna, un apoyo para no caerme cuando pierda el equilibrio, porque lo perderé. Y lo perderé en todos los aspectos imaginables incluidos los imposibles. Porque para eso quiero bailar, para desafiar al equilibrio. Vayamos entonces entrando en materia con tranquilidad. Amigas, amigos, os contaré lo esencial, los prolegómenos y las razones. Bueno, las razones quizá me las ahorre, y no porque no tengan importancia ni porque me dé vergüenza airear mis miserias. Me las ahorraré, quizá, porque estoy seguro de que os aburrirían. A mí me aburren hasta el hartazgo. Oídlo bien: ¡HAS-TAEL-HAR-TAZ-GO!
Me aburren mucho mucho las razones, me aburren porque siempre quieren estar ahí presentes, incluso se disfrazan de otras palabras y se empiezan a llamar a sí mismas: motivo, excusa, leit motiv, impulso, motor, verdad... Las razones son un puto rollo, son verdaderamente agotadoras, incluso tienen un disfraz que casi roza la perfección, para que os hagáis una idea os diré que es como la famosa capa de invisibilidad de Harry Potter. Sí. Las razones se hacen invisibles para exigir más razones, para aumentar su ejercito de orcos razonables, si es que este concepto es posible. Pero no os alarméis, es fácil detectarlas. Cuando son invisibles se les pilla enseguida porque siempre, siempre, usan el “por qué”: ¿Por qué has hecho eso? ¿Y eso por qué lo dices?... Pero bueno, me estoy yendo del tema, no me permitáis divagar en exceso que como buen soñador sé hacerlo a lo grande. A lo que íbamos: mi baile.

Mi baile necesita tres magias esenciales: la de la palabra, la de la música y la del movimiento. Pensaréis que la primera es prescindible pero os demostraré que no, atentos:

Elegí la madera de olmo, como sabéis, porque es resistente a la putrefacción en ambientes húmedos. Y os aseguro que voy a sudar y a sacar mientras bailo todas las lágrimas de lo que dentro de mí quiera surgir cual alfaguara: alegría, pena, rabia, belleza, dolor... También porque es dura, hermosa y difícil de hender, como el alma. ¿Y veis la semejanza: olmo/alma? Sé que entre vosotros ya había alguno que se percató de este detalle, ¿verdad?. Sabed que con esta noble madera de olmo elaboraré mi cayado porque es así como bailaré, con el silencio, callado en toda la verdad de mi ser. Y me apoyaré en el ca-ya-do para no ca-er-me y bailaré, bailaré y bailaré hasta que todo se purifique.

El espectáculo está apunto de comenzar. ¡Muchas gracias!




8 de febrero de 2014

La canción latido de Sena



Photo credit: Pablo Gómez Leal / Foter / CC BY-NC-ND



El corazón habita un hogar oscuro,
dentro de ti, en lo invisible.
Concretamente en tu pecho.
Cierra los ojos, siéntelo.
¡Palpita!
Ahora eres tu propio corazón
y el corazón no ve con la mirada
pero observa
y actúa.

No sabes otra cosa que abrirte y encogerte,
no sabes otra cosa que vaciar y llenar tu alma,
no sabes otra cosa que florecer y replegarte,
no sabes otra cosa que el perpetuo movimiento de tu ser.

Eres la esencia vaporosa de una acción continua,
un no pararte ante nada,
tuyo es el amor, tuya es la vida,
¡palpita!
Ama, late, yace.



Hacía años que no espiaba cantar a Sena en los tejados del Amaraun en una noche sin luna. Solo su vestido blanco reflejaba la poca luz que podía recoger. Pensé que su vestido era como el corazón sobre el que cantaba, que atraía la luz y la reflejaba, que daba y recibía; incapaz de hacer nada más. No era un corazón de músculo y sangre, era un corazón de luz y tejido. Y entonces, como en una revelación mística o en una locura brillante, sentí palpitar toda la energía invisible que fluía a través de la noche, y me sentí dentro de ella, en lo invisible, concretamente en su pecho. Cerré los ojos y palpité. Sentí diastolizarme (o llenarme) y opté por bajar de aquel tejado en una sístole respetuosa y calma.

Las canciones de Sena siempre me mueven, son la esencia vaporosa de una acción sin fin. Pero son sus canciones, y sentí vergüenza de oír su latir a escondidas. Así que cuando bajé a la calle y me alejé lo suficiente vomité toda aquella sangre, dejando en el suelo un charco incoloro donde se reflejaba el cielo nocturno.
Después corrí y corrí y no me paré ante nada, y sentí que mío era el amor y que mía era la vida, y palpité como pude con los pies sin dejar de correr: el pie derecho diastolizaba y el izquierdo sistolizaba. Y en la oscuridad de la noche tropecé. Y me dejé yacer en el suelo con el rostro carmín y azulado, pendiente del ritmo de mi respiración, incapaz de hacer nada más.