Sucede al abrir las puertas. Siempre. Suenan como si fueran chorros de una fuente o el curso de un arroyo. Pareciera relajante, pero es perturbador. Impiden la concentración, exigen atención constante.
No me entendáis mal. No dicen palabras, amenazas o instrucciones. Murmuran. Todo el rato. Hasta que las puertas se cierran, entonces callan.
He instalado gateras en todas las de casa. Chispa se pone nerviosa cuando están cerradas y empieza a maullar, y si las abro murmuran y soy yo la que se pone nerviosa y casi maúlla. Ahora ella puede ir de habitación en habitación como le place. A mí me cuesta más. Tengo que hacerlo rápido. Supongo que al haber estado expuesta tanto tiempo mi tolerancia ha disminuido y me he vuelto hipersensible al "murmullo". He probado de todo: tapones para los oídos, curanderos, brujas, psicólogas, psiquiatras, drogas, remedios caseros y milenarios, de todo. Y las voces siguen con su runrún de motor perpetuo. Me hacen mal, me sientan mal, me desvanecen, me quitan el ánimo, me vacían. No puedo soportarlas. Y me hacen temer a las puertas abiertas. Sí, me he vuelto obsesiva con las puertas. Necesito que estén cerradas y abrirlas cuanto menos mejor. Y si no hay más remedio, hacerlo rápido. Abrir, pasar, cerrar. Esa secuencia de 3 pasos tan sencilla es una condena. Si solo tuviera que hacerla yo todo sería fácil, pero la gente no se da cuenta. Y, sí, me pongo hecha un obelisco, soy una puta desquiciada, lo sé, pero es que han de entenderlo. Han de entender que tras cruzar una puerta esta tiene que cerrarse. Siempre. Siempre. Que no se puede dejar entreabierta o siquiera entornada. Cerrada, como un cero, o una o si eres de letras.
Creo
recordar que empezaron al chocar con un hombre por la calle. Íbamos en
sentido contrario, no nos vimos y nuestros hombros se golpearon. A él se
le cayó una bolsa en la acera y se le rompió. Unas cuantas naranjas
rodaron, un paquete de velas de té se dejó ver y una botellita con un
líquido apacharanado se rompió y se derramó. Él se puso muy nervioso, se
echó las manos a la cara, recuerdo que pensé que se iba a poner a
llorar. Yo solícita recogí las naranjas y cuando me dispuse a recoger
los cascotes de vidrio de la botella rota él se volvió loco diciéndome
que no los tocara. Pero tarde. Me asustó con aquel pronto y me corté con
uno de los trozos. Él se puso verde o no sé de qué color, como si yo
hubiera cometido un sacrilegio. Aseguraría que a aquel tipo le había
sobrevenido el peor susto de su vida. Y luego sí, se puso a llorar. Yo
intenté calmarlo, no me parecieron cosas importantes, así que también le
ofrecí dinero por si podía reponerlas, le pedí disculpas repetidas
veces, me sentí culpable y torpe, desubicada y contrariada. Aquel tipo,
más corpulento de lo que parecía, hizo un gesto inequívoco de buscarme
para un abrazo, así lo entendí yo, así lo hice. Aquel tipo me apretó,
puso su boca cerca de mi oído y un aliento de funerales me atravesó por
el sentido del tacto, mis ojos veían lo que decía, en mis oídos brotó un
barotrauma y quedó un gusto rancio a harina quemada en mi boca. Sentí
tanta angustia, tantísima tristeza. Sentí el dolor de la inmortalidad,
la losa de permanecer para siempre donde sentir el abandono. Y durante
al menos un minuto fui incapaz de respirar. A pesar de todo no quería
soltarme ni que me soltara, había en su abrazo algo atractivo, algo de
hogar primigenio. Y me colgué de él mientras que me quiso abrazar. Poco a
poco fue aflojando hasta separarse, me miró y en sus ojos encontré
compasión. Lo siento, me dijo. Sacó del bolsillo de su chaqueta una
bolsa de tela plegada, recogió todo como pudo, incluso los cristales más
pequeños, luego empapó en pañuelos de papel el líquido de color ciruela
y se fue.
Allí
me quedé yo, como un koala en la catedral de Burgos. Observé cómo se marchaba y
cómo desaparecía su cuerpo al doblar la esquina. Me fijé en su chaqueta,
en sus pantalones, en sus zapatos y en su forma de caminar. Un tipo
normal tirando a invisible.