9 de abril de 2012

Eléctrica Ana



Fotografía de hummel_12 (Stock.xchng)


La que tiene las ideas cargadas de electricidad es Ana, sigue empeñada con ese tema desde hace tres meses y a veces me entran ganas de hacerla desaparecer, como si yo fuera un mago; pero uno de esos magos que tienen poderes de verdad no un ilusionista. Ayer en el funeral de la abuela estuvo tan callada como la abuela, casi diría que más pero eso es imposible, Ana respira. ¿Has pasado alguna vez cerca de una central eléctrica deteniéndote a escuchar el zumbido continuo que emite la electricidad? Es algo así como un yuuuuuuu... Pues ese era el mismo sonido que emitía Ana con su mirada, tuve que aguantarlo durante todo el funeral. Tensión y electricidad en un silencio de nubes voluminosas.

Me emocioné cuando su prima, cómo se llamaba... Ah, sí, Lucía... Pues como te iba diciendo, me emocioné cuando Lucía, la prima de Ana, se acercó hasta la tierra, cogió un puñado con la mano y lo lanzó sobre la urna con las cenizas de la abuela. La urna era una preciosidad. No te rías pero quedaría de lujo en la cocina para guardar el Nesquick o el café o el azúcar. Me pareció un gesto hermosísimo el de Lucía. Y luego está lo de las cenizas; yo siempre me había imaginado aquello de esparcirlas al viento sobre el mar pero la opción de enterrarlas en tierra como debe ser, y no en un nicho, jamás la había tenido en cuenta. Fíjate que si llegamos a esparcir parte de las cenizas en el mar, la abuela hubiera terminado su existencia unida a los cuatro elementos: quemada, volada, enterrada y ahogada, ¿quién puede aspirar a nada más después de toda una vida de entrega a los demás?
Estuvimos casi una hora entre el funeral y el reencuentro familiar y después nos fuimos a tomar algo a un bar que había cerca con un nombre peculiar: El ocaso del plata. Para mí que los dueños eran argentinos aunque resultaron ser del pueblo de toda la vida. Por su parte Ana no hizo ni abrir la boca, no fueran a meterle una caja fúnebre en ese nicho, aunque sus ojos lo decían todo. No creo que estuviese triste por lo de la abuela, eso ya lo tenía asumido, es que seguía rumiando y rumiando el tema. Cuando se le mete algo en la cabeza a la muy... En fin, tampoco me apetece levantar mierda pero es que es una cabezota de tres pares. La primera vez que hizo alusión al tema fue el día que me subieron el sueldo. Yo tenía pensado llevarla a cenar sushi a un restaurante oriental para celebrarlo pero empezó a sacar ese tema y al final acabamos discutiendo y durmiendo en camas separadas, sin sueño y sin cena. ¡Menudo perrenque nos agarramos!

A la mañana siguiente me acerqué hasta su cama con el desayuno como ofrenda para la reconciliación, ni siquiera me sonrió, no me dio las gracias, tampoco dijo nada. Agachó la cabeza después de beberse el zumo y mirando al edredón se comió la tostada. Yo pensé que estaba avergonzada y no me lo tomé a mal pero cuando retiraba la bandeja me lo volvió a decir. Su voz sonó a mis espaldas como el agua de un pequeño riachuelo, débil y clara. Hice como que no la oí y me fui para la cocina como un globo rojo hinchado a base de plomo. En mi cabeza acababa de entrar una borrasca que calmé abriendo el grifo y lavando la vajilla. No volví a visitarla, ese día salí de casa y no regresé hasta bien entrada la madrugada.
Cuando volví me acosté de nuevo en el sofá cama, leí un capítulo del bosque de los zorros, de Arto Paasilinna, y como no me enteré de nada coloqué el marcapáginas en el mismo lugar que estaba. Al despertar encontré a Ana en el perigeo, mis pensamientos eran invisibles para el Hubble, las calles habían sido borradas por un ataque nuclear de los Estados Desunidos y los ratones se comieron todos los cables de maniobra de los electrodomésticos. Nada funcionaba como debía. Nada era.

Ana cruzó, sin entrar y sin mirar, el marco de la puerta de mi habitación. Puso el reproductor del salón: La música estaba en inglés y la letra en clave de sol. Me la imaginé bailando con el pelo alborotado y me levanté para verla en su bruja danza solitaria. No sé en qué estaba pensando, debió írseme la olla; cuando llegué al salón descubrí a Ana inmóvil y desnuda frente a la televisión, lloraba. Me sobrecogió tanto la escena que me acerqué a ella para abrazarla y pedirle perdón. Ella tomó mi acercamiento como una victoria y volvió a proponerme el tema casi como un susurro de rendición al oído. Tengo que reconocerme desarmado en ese momento, lo mío eran piedras contra tanques, se me escapó la lágrima que me esforzaba en mantener dentro del párpado, cuando ésta alcanzó la comisura de mis labios no lo pensé y la besé, y en silencio me marché de casa. Estuve en varios bares y cuando ya no me mantenía en pie llamé a Javier, que vino a recoger no sé cuánto de mí yo qué sé adonde. No volví a casa ni hablé con ella en una semana.

El último intento fue el definitivo, cuando lo imposible se convierte en una asidua posibilidad es mejor dejar de intentarlo. Luché contra la sensación de derrotismo, pensaba que aún podía intentar arreglarlo pero en el fondo sabía que eso era improbable. Así que le dije a Ana que lo nuestro se acabó, alquilé un apartamento de 68 metros cuadrados y me sumí en cientos de lecturas y noches transversales que se alimentaban de la luz del sol. Me costó mucho, lloré como un Abril justo y le quité las pilas a todos los relojes que encontré en mi caminar. No volví a verla hasta ayer cuando nos encontramos en el cementerio.

Habían pasado ya dos meses y medio desde nuestra separación. Me acojonó la idea de volver a verla y a punto estuve de no acudir al funeral. Cuando nos vimos, se instaló entre nosotros el mismo silencio que debió encontrarse Dios antes de la creación. Ni ella ni yo nos acercamos. El funeral como ya te he dicho fue muy emotivo, me gustó mucho el gesto de Lucía y lo pasamos bien en El ocaso del plata. Jorge nos contó anécdotas muy divertidas de su trabajo y fue un gusto escuchar las carcajadas de Sofía, la sobrina de Julián el de Valencia. Al final de la tarde, un poco antes de que todos nos separáramos, Ana se acercó hasta mí, me preguntó que cómo me encontraba y lució su mejor sonrisa. Hablamos un rato sobre asuntos de familia y cosas absurdas. Luego me pidió que si me importaba acercarla a casa y yo le dije que no, que no me importaba. Pensé que el tiempo y la distancia habían dejado todo ese tema atrás, en el olvido negro del universo. Pensé pensé.

Si en el camino de regreso ella no hubiese sacado de nuevo el tema, el coche no se hubiera convertido en una central eléctrica. Cuando recuerdo la escena soy capaz de abstraerme y escuchar el sonido que emitía el Opel Corsa allá por donde pasaba, su “yuuuuuuuu...” continuo y áspero. Tanto se cargó la atmósfera dentro de habitáculo que ambos lloramos como nimbos consentidos. Se me pasó por la cabeza estrellar el coche contra cualquier sitio estrellable y acabar de una vez para siempre con este absurdo tema. Ana dejó de llorar, me pidió que parara el coche en el arcén; cuando lo hice me obligó a mirarla, me pidió que la perdonara, me besó y me contó sus razones. Jamás se me habría pasado por la cabeza que sus motivos tenían una base tan fácil de entender... Me sentí tan ruin como un ladrón de indigentes, si es que a éstos les queda algo de alma; muy muy ruin.

Esta mañana he sido yo quien ha sacado el tema. Le he dicho que me gustaría hacerlo realidad; por si acaso, he añadido. Ana me ha mirado con profunda tristeza, se ha acercado hasta mí y me ha rodeado la cara de un bofetón. ¡Me lo tengo bien merecido, por capullo!

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