10 de noviembre de 2012

Acetato de celulosa 1




Por Zeafonso - stock.xchng



     Ya desde pequeño me encantó eso de ojear álbumes de fotos. Y desde que conocí a Julieta, mi primera novia, decidí crear mis propias colecciones; nos echamos cientos de fotografías juntos, todas muy inocentes. Eso sí, procuraba que saliéramos los dos porque era imprescindible que yo apareciera junto a ella en un alto porcentaje. Nada tiene que ver con el egocentrismo, lo mío es solo una tendencia innata por la inmortalidad. Los hay quienes persiguen este mismo fin ejercitando otras disciplinas, música, pintura, escritura e incluso fotografía. Por eso quiero aclarar que lo mío nada tiene que ver con el noble arte de la fotografía; lo mío es otra cosa, una modesta búsqueda de la inmortalidad en un tiempo no vivido.

    Lo de llevar los carretes para revelar a una tienda me parecía una aberración, un suicidio voluntario de la propia intimidad. Solo llevé el primero de ellos, luego me encargué de conseguir el material y conocimientos necesarios para hacerlo yo mismo. El revelado se convirtió en todo un ritual, tanto que llegó a impedir el avance de la tecnología digital en mi mundo. Sabía que mi actitud era una pataleta, como aprobar y no querer pasar de curso, sin embargo el rito del revelado me satisfacía tanto que me atrevería a decir que daba sentido a mi existencia. Ver cómo iban apareciendo poco a poco las imágenes sumergidas en el líquido revelador tenía para mí un toque de explorador, de observador y descubridor pausado que sólo he conseguido igualar, aunque de lejos, viajando a nuevos lugares. Como si se tratase de mi primer amor, que lo era, al segundo carrete de imágenes de Julieta le tengo un especial cariño. Me costó mucho sacar las imágenes al papel, en ellas aparecíamos los dos en multitud de posturas cariñosas: abrazos, besos de pico, miradas encendidas, manos agarradas y muchísimas variantes de lo mismo. Teníamos 12 años. Nuestra relación duró unos 6 meses y cuando terminó dejamos de hablarnos, así tenía que ser. Yo me hice el dolido y con un arte recién descubierto emulé un despecho contrariado, haciéndole llegar a Julieta una copia de todas las fotos que nos hicimos. Se las entregué en una caja de madera parecida a un pequeño cofre, le dije que prefería que se las quedase ella. E intuí que así iba a ser, por eso la acepté como novia, porque ella sería incapaz de destruirlas.

     A pesar de ser un chico bastante atractivo tardé casi un año en empezar una nueva relación. No fue por falta de oportunidades, tenía que ver con la “idoneidad”. Ese era el término que utilicé para elegir novia, no me pareció inteligente coger cualquier tren que se moviera: yo tenía una dirección. Con Julieta fue algo que hice a nivel de subconsciente pero con Carlota emergió de las aguas el Zeus de la Premeditación con su vigorosa presencia. Ella era tres años mayor que yo y llevaba aparato y carpeta forrada con recortes de revistas. En nuestro primer encuentro me devoró, no sabía que se podían hacer todas esas guarrerías ni que dieran tanto placer. Nos divertíamos de lo lindo en multitud de lugares que nos servían de íntimo escondrijo. El motivo de “idoneidad” de Carlota fue su madre. La conocí por casualidad cuando acompañé a la mía al dentista. El dentista resultó ser la madre de Carlota. Se presentó como Sandra y para que me entretuviera mientras trataba a mamá me dejó un álbum de fotografías familiares. A mí no me sorprendió que lo hiciera, era evidente que se me notaba que esos objetos me gustaban, eso es algo que se detecta al primer vistazo, pero se excusó ante mamá diciendo que le habían robado la última revista que tenía. Después me miró a mí y con un timbre de voz complaciente y autoritario me advirtió que tuviera mucho cuidado con él.

     Las fotos eran de gente que no conocía, tampoco conocía a Carlota aún, pero Sandra me contó cuando terminó con los empastes de mamá que esa chica tan guapa era su hija pequeña y que estudiaba en el colegio de Santa María del Mar (y creo que no me lo dijo por decir). Luego revisó el álbum en busca de destrozos o ausencias y lo colocó con delicadeza de jardinero de nuevo en la estantería. Esto último fue lo que me convenció: el amor y cuidado que puso en aquel libro de fotografías. No se me pasó por alto el hecho de que a pesar de tenerle tanta estima se lo prestara a un chico de 14 años recién cumplidos.
Tuve la suerte de que uno de mis amigos de la pandilla, el Iván, que no era el más ligón pero sí el primero que dejó de ser virgen, se echó por novia a una tal Laura Ruíz que estudiaba en el María del Mar y que ésta era a su vez íntima de Carlota. El mundo es una botella cerrada y todos estamos dentro hasta que a la Muerte le da por llenar su copa, y parece ser que le gusta beber mucho. Las fotos con Carlota empezaron siendo inocentes pero cuando le dije que yo mismo controlaba todo el proceso y que ningún extraño tenía acceso a su revelado, ella misma fue la que insinuó que podíamos meter la cámara como tercer integrante de nuestras correrías. Todo nuestro sexo quedó registrado para siempre en unas tiras de acetato de celulosa que yo me he encargado de preservar. A Carlota la atropelló un coche cuando cruzó a todo correr y sin mirar la calle frente a la puerta de entrada del María del Mar, corría porque llegaba tarde y jamás llegó. Murió al día siguiente por un derrame cerebral. Todavía, después de 42 años, no he conseguido aliviar el peso de culpa que adquirí.  Ya sé que yo no podía hacer nada por evitarlo pero es tan abisal la sensación de impotencia ante tal suceso que lo único que te queda es eso: la impotencia. Y la impotencia es frustración, pena y culpa, todo mezclado. Carlota es la única de mis novias a la que no le pude hacer llegar las fotografías. Estuve a punto de mandárselas todas a Sandra, su madre, pero dado el alto contenido sexual que tenían me contuve. Eso sí, le envié todas las decentes, que eran más de trescientas, en una caja de cartón blanco junto a una carta donde le indicaba que me parecía justo que las guardara ella. En cierta manera creo que la muerte de Carlota consiguió que mis fotos llegaran a las mejores manos posibles. Y cuando digo mis fotos no me refiero a que las echara yo, que también, sino a que yo aparecía en muchas de ellas junto a Carlota.

     Éstas fueron mis dos primeras novias, las dos tienen su propia habitación en mi memoria. Y como toda habitación está predispuesta a cambios en la decoración y disposición del mobiliario, me parece increíble cómo se han ido adaptando a mis modas, han sido cambios sutiles pero constantes, tantos que ya no recuerdo las habitaciones originales. Puedo afirmar sin vergüenza alguna que me sé el computo total de novias y amantes que he tenido. En lo referente a novias he tenido 23, y la relación más larga fue de 3 años, con Alicia. Amantes he tenido unas pocas más, muchas de ellas alternadas dentro de mis relaciones estables. Si dijera el número total me acabarían tachando de fanfarrón... Yo creo que he tenido, y aún tengo, tantas conquistas porque mi objetivo final no es el sexo, lo mío es algo mucho más noble: una modesta inmortalidad.

     Alicia fue el único nombre que no se repitió entre todas mis mujeres. Que fuera la relación más larga que tuve tiene su sentido y es que Alicia, estoy seguro, había salido de un cuento de hadas surrealista. Todo en ella era ilógico, practicamos actividades fuera de lo común y eso quedó retratado para siempre por varias de mis cámaras. Por aquel entonces no solo tenía una buena colección de amantes y fotografías, también de cámaras y objetivos. Mi legado consiste en todo un catálogo de imágenes sin mucho interés artístico pero que en su conjunto, nadie podrá negarlo, son un proyecto de vida muy ambicioso. Realmente tampoco es que me importe mucho que mi trabajo sea reconocido, lo que me importa es otra cosa. Las mejores fotos que tengo con Alicia las hice con una Polaroid, la Supercolor 1000, un día que nos fuimos al campo. Ella me lo propuso con seriedad “¿Por qué no nos vamos al campo? Pero no a un campo cualquiera sino a cualquier campo”. Dicho y hecho, la cebada ya tenía una altura considerable así que nos metimos dentro y ahuecamos una superficie circular para retozar. Nos desnudamos, hicimos el amor y echamos algunas fotos. Lo que más me gustaba de la Polaroid era su inmediatez. Nos habíamos llevado como almuerzo unos bocadillos empapados en aceite de oliva y rellenos de jamón serrano. Alicia los enriqueció con espigas de cebada y nos parecieron sabrosísimos, luego jugamos a una variante de la brisca que ella misma inventó en aquel momento, consistía en poner las cartas en la mano de manera que tu contrincante supiera las cartas que tenías pero tú no. Fue muy divertido, Alicia ganó tres partidas y yo perdí cinco según su cómputo. Como ella había ganado eligió esconderse y yo tenía que encontrarla cámara en mano. No la encontré, intuyo que se habría hecho pequeña pequeñísima, y a la media hora ya estaba cansado del juego y le grité que ya no me apetecía seguir jugando pero no respondió.

     Un campo cualquiera está delimitado por mojones o lindes naturales pero cualquier campo es inmenso. Decidí volver donde la ropa y las mochilas, me costó mucho tiempo no medido y lento como tortugas somnolientas encontrarlo. Y allí estaba ella, tumbada desnuda sobre las mieses y durmiendo como un gato. Saqué de mi mochila con mucho cuidado la Minolta XD7 y gasté varios carretes intentando fotografiar sus sueños, su descanso, sus ojos, sus posturas, su sexo, sus pechos, sus labios, sus caderas; después me uní a la fiesta y gasté otro carrete para los dos. Es la única vez que no salgo en mis fotos, salían partes de mi cuerpo pero el mayor representante de mi yo, que es mi rostro, ni siquiera asomó. Quizá porque las fotos las hice pensando en Alicia en la hora previa al ocaso o por un impulso incontrolable son las mejores fotos que tengo, emocionalmente por lo menos.
Alicia me dejó poco tiempo después. Me dijo que de vuelta a casa se había encontrado algo en el suelo, un objeto mate casi sin brillo que le había llamado la atención, me lo mostró. Yo le dije que eso era una piedra blanca de las que usan para decorar los jardines y ella me respondió que necesitaba enamorarse de un pitufo, que los príncipes azules miraban las cosas con mucha prepotencia. Se acercó la piedra blanca a los labios y la besó dejándole marcado el carmín de frambuesa y arándanos que tanto le gustaba, la encerró entre las palmas de ambas manos. Me pidió que juntara mis manos como si fuera a rezar y que se las ofreciera, luego ella pasó sus manos entre medio de las mías y depositó su tesoro. -Ciérralas, ciérralas- me dijo con urgencia-, no dejes que le de la luz, podría velarse. Sonrió abiertamente y me dijo con voz de niña: Bueno, me voy al país de nunca jamás. Y se fue.

     Tengo ordenados y catalogados todos los negativos por fechas y nombres en cajas de madera. Tuve que alquilar una pequeña bajera para guardarlas. No solo eso, desde Coral comencé también a escribir una breve historia de cada una de ellas: cómo nos conocimos, qué cosas les gustaban, cómo terminamos y otros detalles que me parecían importantes: pecas, manchas en la piel y otras singularidades físicas. Lo que más me llamaba la atención eran sus traumas, los anotaba todos. Afortunadamente Coral fue la primera de mis amantes, coincidió en tiempo con mi tercera relación, Laura. Así que no me costó mucho hacer memoria sobre Julieta y Carlota.
Muchas de esas cajas son solo nombres y fotos con caras distintas donde todo es una repetición: posturas, sonrisas, poses... Pero toda colección tiene sus “marcapáginas” y sus tesoros, algunos de estos tesoros son oscuros como la obsidiana. Es el caso de Mercedes que me pidió que fotografiara su muerte, se suicidó delante de mí. Si te interesa saber qué método usó a mí no me apetece recordarlo. Todavía no sé cómo demonios acepté aquel juego. La policía me hizo muchas preguntas, les dije que simplemente me la encontré así al llegar a casa, que éramos pareja y que por eso tenía una copia de las llaves del apartamento. A veces pienso qué pasaría si alguien encontrara alguno de estos catálogos oscuros.

     Te cuento todo esto porque quiero que cuides mi colección. Tengo 56 años -lo sé soy aún muy joven- y un cáncer galopante que está convirtiendo mis células en ceniza. Moriré pronto. Quiero que sepas que sin duda alguna, de todas mis mujeres, tú eres mi favorita. Y la más guapa... No llores, por favor. Mira, esta es la llave de la bajera, el día que yo muera la encontrarás dentro de la efe, en la enciclopedia de conocimientos generales; mientras tanto quiero pedirte un favor. Quiero que me fotografíes cada día, no creo que mi vida dé para más de un par de semanas, y quiero que salgas a mi lado en un alto porcentaje de las fotos. En estos días te enseñaré cómo se revela en el cuarto oscuro, mis trucos y manías con la luz, el tipo de cámara y los objetivos que suelo utilizar y porqué y, ante todo, quiero que comprendas el verdadero sentido de mi proyecto de vida. Y te digo una cosa: si deseas echar tus fotos con esos diablos de cámaras digitales sin alma tú misma has de idear la forma de catalogar tu obra. En lo que a mí, y a nosotros, respecta todas las fotos que me hagas serán con cámara tradicional. Quiero que apuntes todo lo que yo te diga y sobretodo quiero que me prometas una modesta inmortalidad, ¿lo harás?.

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