Photo credit: RaidersLight / Foter.com / CC BY-NC-SA |
Eneia cubre su actitud con un cendal gris que no me es necesario apartar para entrever el porqué de sus acciones. Por eso no le tengo en cuenta el daño que me hace con cada golpe sin objetivo que acierta en mi pecho, en el hombro o en la cara; y me resigno. Esta mañana la vi observarse frente al espejo empañado del baño, asustada ante sí como una niña con monstruos bajo la cama, cubierta con un edredón de tristeza hasta la cabeza, retorcida y profunda cual raíz de vetiver, ojerosa y desnutrida de voluntad para construir cualquier cosa, lo que fuere. ¡Ha sido tan doloroso verla así, apoyada con ambas manos sobre el lavabo, con el grifo abierto en los ojos y toda esa gran cascada de caracoles huyendo por el desagüe!
Cuando Eneia era pequeña como las hormigas o como los bebés -porque hubo un tiempo en que fue pequeña- su energía era un big-bang diario junto a la intensidad con la que expandía todos sus sentimientos, conquistaba países donde se jugaba con balones y bicicletas, con pistolas de plástico e indios y vaqueros, con carreras de pilla-pilla o saltos de comba; hasta creía que la luz del sol era comestible; decía que era pan de oro, que se tenía que comer mirándolo de frente con los ojos cerrados y los brazos abiertos, que para masticar tan nutritivo maná era necesario abrir la boca con una amplia sonrisa. ¡Qué recuerdos! ¡Cuánta sabiduría gastaba por aquel entonces cuando todavía era nueva en el mundo! Pero la maduración de algunos vinos, en ocasiones, es agria como hiel de víbora de ciénaga.
Un relámpago, dolor, un hilillo cálido y espeso, quizá carmesí, seguro carmesí, es atraído por la ley de gravedad desde mi labio, qué más da cual. Eneia se queda quieta, mira mi sangre resbalar y supongo que por empatizar llora, acerca su aliento de montaña tropical a mi boca y lame, lame como un animal la sangre que de un golpe ella misma ha hecho correr.
Conté sin contar y sentí que así es como lo hace el mismísimo tiempo, sin números; la empujé, vacié mi energía en ello, con ambas manos, sin golpe: un empujón nacido de no sé qué profundidad. En su retroceso, entre el espacio que cada vez era mayor entre los dos, se quedaron flotando gotas mezcladas de su saliva y mi sangre, gotas de su llanto arrepentido, gotas de mi veneno. El tiempo se detuvo hasta que todas esas gotas se precipitaron. Eneia se derrumbó de espaldas golpeándose contra la mesita del salón y se quebraron los cristales con su peso, se transformó en cristal mi alma, que también se rompió. Ruido de objetos rotos, ni un solo grito, ni una mísera queja. Silencio. Un silencio larguísimo que duró cinco segundos contados. Uno, dos, tres, cuatro, cinco: Todo se rompió, no solo el vidrio de nuestra mirada sino todo. Toda esa energía que como improvisados astros liberamos fue demasiada, demasiada luz para almas tan oscuras. Pero antes de que Todo se deslizara por el tobogán de nuestra vergüenza recordé un principio: su perfume, un punto intermedio: su esencia, y un final: su hedor.
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