28 de julio de 2013

Diego e Iván (Posiciones)





Photo credit: Mikel Belza Guede / Foter / CC BY-NC-SA


Cabello oscuro y ondulado, parece difícil de dominar. Barba de dos días, quizá tres. Un oasis de pelo a la altura del esternón. Hombros anchos y proporcionados. Muy serio. Brazos caídos. Esconde algo en la mano derecha, lo esconde sin disimulo, es algo pequeño. Con mucho cuidado para que no vea qué es se lleva ambas manos al cinturón y lo desabrocha con tranquilidad, lo va sacando por cada trabilla con una untuosidad que pareciera agitar la lengua de una vaca. Sus ojos se encienden con el vacío de las almas oscuras y me transporto a una infancia de monstruos y fuego eterno. Apenas si puedo gemir con esta bola en la boca, está demasiado ajustada, me obliga a mantener la mandíbula abierta y en tensión y me cuesta cada vez más mover la lengua para tragar saliva. En realidad, creo que me cuesta tragar saliva porque mi boca es un desierto. Diego me sigue mirando con su ausencia incluso de infiernos, es paralizante. Deja caer el cinturón. Creo que voy a mearme encima, no aguanto más. ¡Qué humillación! Se está riendo a carcajadas. Quisiera matarle.

Sale de la habitación de nuevo, se oye el ruido de una puerta y un chorro de agua. Los tacones de sus botines crean un sonido cada vez más cercano. Trae una venda mojada y un trozo de cuerda. Me dice que va a soltar mis manos de la silla y que antes debe asegurarse de que no voy a cometer ninguna estupidez. Según me va relatando antes de soltar la lazada de mis muñecas va a pasarme otra por detrás de la silla desde el cuello a los tobillos de forma que si intento levantarme acabaré morado y con gesto burlón. Le hace gracia lo que dice. La cuerda me hace algo de daño en los tobillos pero en el cuello ha dejado algo de holgura. Se mueve tras de mí como un peluquero macabro. Todo se oscurece.
Me dice que esté tranquilo, que en un momento me quita el saco de la cabeza. Me suelta las manos, creo que se pone frente a mí. Toma una de mis manos y extiende el brazo con la palma hacia arriba. Intento mantenerme tranquilo. Noto algo de dolor y seguidamente me venda la muñeca con algo húmedo. Hace lo mismo en mi otro brazo. Ambos brazos vuelven a quedar unidos, esta vez por delante. Sale de la habitación, arrastra algo por el suelo, trae cosas, entra, sale, agua de nuevo, silba una canción que conozco y no identifico. Después de un largo rato de ajetreo todo queda en silencio, después de un largo tiempo de silencio suena música y ésta hace que se me ericen hasta las uñas. Me quita el saco.

Es “Insula poética”, de Joan Valent, me dice. Quisiera responderle que no tengo ni idea de quién es pero no puedo, en primer lugar por la incómoda bola y en segundo lugar por la imagen que ven mis ojos: Diego desnudo frente a mí con la polla dura y serio como un funeral. Tras él una bañera de algún material transparente, elevada del suelo por cuatro patas doradas que parecen garras de águila, y llena de agua caliente hasta algo más de la mitad. La música proviene de un iPhone conectado en el centro de un gran altavoz de diseño elegante. A los pies de la bañera una manguera de riego crea en el parqué un pequeño charco de agua. Tengo una proposición para ti, me dice. Me dispongo a escuchar, qué remedio.





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