Photo credit: Mario Martí / Foter / CC BY-NC-SA |
Diego no tenía intención de reparar en el nombre de aquel joven que sentado, atado y frente a él había aceptado formar parte de su juego por un precio digno. Ese chico, Iván a elección de sus padres, jamás se había hecho a la idea de cobrar por este tipo de servicios. Se prostituía, sí, pero era la primera vez que se hallaba en esta situación tan, como luego la definiría él, “mogollón de rara”.
Iván pertenece a ese sector de la población que se encuentra apenas a un escalón de la clase media. Es guapo e inteligente, dotado por la naturaleza de un cuerpo sofisticado y atractivo, si hubiera nacido en otra cuna desempeñaría de lujo la labor que alguien con esa suerte estaría ahora mal desempeñando pero es muy difícil escapar al estrato social, y después de muchos fracasos Iván se prostituía con el fin de pagar sus estudios de ingeniería. Se consideraba a sí mismo un gran observador, dotado de una inteligencia social muy concreta y fiable. Solía decir que el éxito de sus cualidades tenía mucho que ver con su particular facilidad para distinguir “al otro”. Y era ese don social el que le hacía sentir una gran seguridad en sí mismo, tanta como para aceptar la proposición de Diego. Intuyó su pena, su desdicha y su necesidad de aliviar la culpa mediante alguna perversión erótica, no intuyó en cambio los peligros de los monstruos escondidos en las almas resentidas y cobardes. Y Diego era una de ellas.
No era mucha la gente de su alrededor que conociera su profesión “clandestina”, Iván estaba casi seguro de poder catalogar a estos pocos en dos tipos, que por otra parte eran suficientemente fiables a la hora de mantener la boquita cerrada, sus compañeros y sus clientes. Entre sus compañeros había algunos como él, que no eran necesariamente homosexuales, simplemente se sabían, más por experiencia que por orgullo o excusa por encima de la esclavitud moral que atosigaba al 98 por ciento de su clientela. Estos compañeros suyos y él se enorgullecían de su talante hedonista y de la libertad moral de la que hacían bandera. Y ciertamente así era la realidad de sus acciones y vidas, más dogmatizadas por la naturaleza a la que consideraban verdadera palabra de Dios que por cualquier Dios mismo, ya que ese ser omnipresente debía hablar en todas las lenguas de los seres vivos y no solo en el lenguaje del ser humano.
Luego estaban los clientes, a los que solía definir como seres atormentados. La gran mayoría de ellos encontraban en estos servicios el verdadero placer de su existencia pero una vez acabados se entregaban de nuevo al-qué-dirán, a sus vidas comunes e insatisfactorias, y los sumergían en prisiones internas junto a su vergüenza de ser. Iván sentía tanta pena por sus clientes que en ocasiones se juzgaba fieramente, en su dolor quedaba el rastro de la sospecha de estar aprovechándose de minusválidos morales. Entre sus clientes habituales, a nadie le extrañaría, se encontraban hombres con una imagen que cuidar, a saber: sacerdotes, políticos, jueces...
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